¿Por qué no ha ardido el monte en la reciente erupción del volcán de La Palma?

Eduardo Robaina, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons

Por Jesús Barranco Reyes, Vocal del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes en las Islas Canarias

Algunas preguntas se repiten con cierta frecuencia ante el fenómeno volcánico acaecido recientemente en La Palma, dónde una de las preocupaciones latentes, antes de que la erupción pasara de inminente a presente, era la posibilidad de que generara un incendio forestal. Un incendio que habría vuelto aún más compleja la gestión de esta emergencia. Lo cierto es que la erupción volcánica es, como tantos otros fenómenos naturales, una invitación a la humildad técnica.

Humildad para aceptar el carácter transversal y poliédrico de la emergencia, donde la realidad nos demuestra, una y otra vez, como el carácter especializado de los operativos resulta insuficiente si no existe una coordinación adecuada entre los muy diferentes grupos de gestión. Una coordinación de la que, a propósito, bien podemos enorgullecernos en este episodio, que debería estudiarse como modelo de anticipación y planificación en emergencia. Ha combinado la compleja logística de la evacuación con acciones educativas en colegios y plazas, y el despliegue de un mosaico de actuaciones preventivas y operativos de primera respuesta, tanto física como psicosocial. El resultado de esta gestión, que se apoya en la experiencia previa de El Hierro en 2011, ha permitido que ahora mismo nos lamentemos de la inexorable pérdida de viviendas e infraestructuras, sin que tengamos, sin embargo, que incluir a ningún fallecido entre la lista de desgracias. Cuando surge un volcán en un territorio con una densidad de población superior a los 100 hab./km2, no se me ocurre mejor indicador de éxito.

Humildad, por otro lado, para comprender la limitada capacidad mitigadora del ser humano ante determinados eventos. Hace no mucho tiempo, aunque para los que vivimos en las islas parezca un pasado ya lejano, un terrible incendio asolaba Málaga. Este incendio chocaba con el rechazo, por parte de la ciudadanía, a aceptar que nuestros recursos de extinción fueran incapaces de hacer frente a determinadas circunstancias del fuego. Que hubiéramos llevado el concepto de “fuera de capacidad de extinción” a un nuevo nivel, dónde comenzamos a invertir el paradigma habitual hasta la fecha. Dónde ya no disponemos de una enorme ventana de intervención, con pequeños episodios inabordables, sino de grandes escenarios en los que tenemos cero capacidad de influencia sobre las llamas, con pequeñas ventanas temporales y geográficas de intervención.

«El volcán de La Palma nos debería recordar, una vez más,

que las casas destruidas se pueden reconstruir.

Pero las vidas perdidas, no se recuperan»

El carácter inexorable del volcán es más fácil de asumir por nuestra mente que el del incendio forestal, donde nos sigue costando aceptar la dimensión de las nuevas configuraciones del fuego. Pero, incluso aquí, hay respuestas que se repiten. La búsqueda de nuevos enfoques y soluciones ante las consecuencias de los fenómenos naturales es no solo recomendable, sino necesaria. Es la base sobre la que se han construido muchos de nuestros avances técnicos. Sin embargo, parte de ese proceso de iteración en las ideas nos lleva propuestas que se apoyan en la falta de comprensión del fenómeno. Las redes sociales se llenan de recomendaciones y exigencias, unas veces sorprendentes, y otras veces terroríficas, que plantean formas de evitar la realidad del poder transformador de un volcán. No se deben subestimar las emociones subyacentes a estas ideas. Visibilizan un impulso firmemente afianzado en nuestra sociedad actual, donde aspiramos a la existencia de mecanismos totales, de soluciones integrales, de una supremacía técnica sobre la naturaleza, que existe, pero no en la forma en la que algunos la visualizan. Queremos un “botón” que permita, por su mera activación, desactivar la amenaza natural que se alza ante nosotros. Queremos que se tape el volcán, que se enfríe la lava, que se desvíen las coladas. Queremos que se apague el incendio forestal, donde y cuando lo consideramos necesario, independientemente de los riesgos. Nosotros también. Pero, por desgracia, la naturaleza no funciona así. O, tal vez, por fortuna.

El incendio forestal no se ha producido en la erupción de La Palma. La vegetación es engullida por las coladas, carbonizada de forma individual. Los pinos y las palmeras «antorchean», y desaparecen para siempre. En algunas ocasiones, darán lugar a moldes fósiles como los que se encuentran en esta y otras islas. Que haya surgido en zonas que se vieron afectadas por el trágico incendio de 2016, donde falleció un Agente de Medioambiente, ha facilitado que no se haya producido una propagación al uso. Que las bocas no hayan proyectado partículas incandescentes a gran distancia, generando focos secundarios, ha contribuido a que la emergencia, terrible en su naturaleza actual, no se haya vuelto más compleja. Hay múltiples escenarios en los que los montes de La Palma también arderían. La adaptación del pino canario es testimonio permanentemente esta circunstancia. Y, si sucede, los operativos estarán preparados para actuar, como siempre. Y lo harán solo donde y como se pueda intervenir, como deben.

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