Por Martí Boada, doctor en ciencias ambientales, geógrafo y naturalista, profesor jubilado de la UAB, Premio Global500 de Naciones Unidas y Colegiado de Honor del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes (2017)
Contrariamente a la corriente que defiende que los bosques son intocables, hay una realidad histórica obtusamente ignorada: su aprovechamiento se ha producido siempre. Se puede afirmar que en nuestro país no hay bosques maduros intactos, y eso es objetivamente demostrable. Las únicas masas forestales que pueden mostrar un nivel bajo de actividad extractiva son algunas de la alta montaña más inaccesible; aun así, se han carboneado.
Los cambios más relevantes se producirían con la llegada masiva del petróleo y sus derivados, en los años sesenta, que representaron un cambio muy importante en las formas de producción, la movilidad y las tecnologías de manera general. Una expresión socio-territorial fue el cambio que se produjo por toda la geografía del país. El uso de los hidrocarburos como combustible a gran escala representaría una reducción sustancial del consumo de leña y carbón, que durante siglos habían sido los combustibles básicos.
En el ámbito social, el sector primario, particularmente de montaña, iniciaría un éxodo intenso hacia las áreas metropolitanas, y se generaría un importante abandono de caseríos, cultivos y pastos que favorecería la expansión horizontal de los bosques, que ocuparían las tierras antaño cultivadas o pastoreadas. A la hora de comprender los bosques y su situación actual, es relevante no saltarse el hecho histórico del papel social que han tenido a lo largo de la historia humana: el bosque como escenario existencial, y como generador de recursos energéticos, alimentarios y materiales socialmente muy relevantes.
Es adecuado añadir, pues, en este análisis, la respuesta a un estudiante de botánica, por su valor generalizable, que argumenta que los bosques no deben tocarse, e invoca unos criterios fito-sociológicos académicos que establecen que las comunidades vegetales vayan haciendo sus procesos sin intervención humana. Esta es una línea de pensamiento botánico muy extendido, que no incorpora la dimensión social en el realismo del paisaje.
Reflexionando sobre el análisis histórico del uso social del bosque, sin abdicar nunca del rigor metodológico, resulta relevante incorporar el conocimiento empírico popular. En mi caso, recurro a mi abuelo, que era carbonero, o a mi padre, que desemboscaba madera y leñas, gracias a esta inmersión familiar, he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos los bosques llenos de grupos humanos trabajando en ellos, con profesionalidad adecuada.
En investigaciones sobre socio-ecología de los bosques, hemos podido documentar que antes de la llegada del petróleo existían más de una veintena de oficios de bosque. Había leñadores, picadores, cuarteadores (productores de jácenas y vigas), curvadores de tallos de castaño para tonelería, horneros, roderos (productores de rayos y pinas para carreteros), podadores, costaleros, descortezadores (para obtención de taninos y curtientes), pegueros, carboneros, carboneteros (productores de cisco), recolectores de cepas de brezo, peladores corcheros, arrieros, trementinadoras (recolección de trementina), silleros (piezas para carpintería), piñoneros, madroñeros etc.. Toda una amplia cultura forestal multisecular socialmente destacada, que en unas pocas décadas ha sido deglutida por la dinámica histórica.
En las villas y pueblos había una cantidad notoria de aserraderos especializados, unos en producir leña en forma de astilla o tacos a partir esencialmente de encina, roble, y menormente corcho pelado y secado. Otros eran especializados en preparar madera: tablones, material para carpintería, tornería, etc. obtenidos a partir de árboles maderables como chopo, álamo, aliso, fresno, castaño, roble, haya, pino, abeto, etc.. Todos ellos eran materiales básicos destinados a carpintería, ebanistería, envigados, carpintería de ribera, tonelería, embalajes, etc.
Unos materiales de bosque que, como se ha dicho, entraron en crisis con la llegada del petróleo y sus derivados, que supondrían una nueva etapa marcada por la fabricación de poliésteres y plásticos diversos. Estos, sin duda, han sido básicos en el funcionamiento de las sociedades modernas y su evolución, y al mismo tiempo, pero que han generado un efecto bumerán por los problemas ambientales que se han derivado, particularmente la carbonización medio atmosférico.
La pez ha sido un ejemplo de aprovechamiento forestal que, entre otras bondades fue decisiva para la movilidad marítima, en la variable de construcción naval, como impermeabilizante. Actualmente, es un producto forestal del que casi no se tiene memoria. Se fabricaba en el bosque en los denominados hornos de pez o pegueras, y había sido una actividad productiva de mucha significancia durante siglos.
Hoy, se trata de una práctica que en el contexto de crisis energética y climática actual puede retomar valor, tal y como apuntan algunas propuestas de la emergente economía circular. Desde la química verde, se proponen proyectos de producción de algunas variables de biochar (carbón vegetal) a partir del procedimiento de pirólisis, aprovechando la biomasa excedente del bosque. Recordemos que la biomasa por hectárea producida por los bosques y matorrales es de una media a las cinco toneladas al año, dependiendo de la especie y calidad de la estación[1].
La pez producida en las pegueras, por los procedimientos arcaicos, se obtenía mediante una cocción o pirólisis primitiva. A partir de fracciones pequeñas (astillas) de quercínidos, colocadas verticalmente en la peguera, ésta se calentaba a muy alta temperatura, se evaporaban los volátiles y por la base salía la brea o pez.
Esta era la base para impermeabilizar (calafatear) todo tipo de barcos y embarcaciones. Un uso parecido tenía la fabricación de botas de pellejo de caprínidos, un envase idóneo para el transporte de líquidos, particularmente vino. Otras aplicaciones eran la fabricación de antorchas de lino o de cáñamo, untadas con este material.
La toponimia actual todavía muestra su implantación en diferentes lugares de la geografía del país. Algunos ejemplos son el pueblo de Peguera (sierra de Ensija), los rasos de Peguera (Castellar de Riu), el pico de Peguera (2913 m, en el Parque Nacional de Aigüestortes), el río Peguera (Espot), en el Parque Natural de l’Alt Pirineu, el torrente de Pegueres (Castellbisbal). Singularmente en el valle de Olzinelles (Sant Celoni) quedan tres hornos de pez datados entre los siglos IX-X de los cuales uno se conserva en pie, en relativo buen estado. Las poblaciones de Peguera en Mallorca o Brea de Aragón son otros ejemplos de su presencia en nuestra toponimia.
Esta breve aproximación al bosque y la pez demuestra que los bosques de nuestro entorno, lejos de quedar intactos, han sido un escenario y un recurso muy relevante para la sociedad. Su intocabilidad como ideal es una quimera posmoderna, propia de una sociedad esencialmente metropolitana, que encuentra en la sacralización del bosque vías expiatorias de un modelo de hábitat, la ciudad, tan importante, sin embargo, con unas posibilidades limitadas de convertirse en sostenible.
[1] Se refiere a la zona Este de Catalunya.
Traducción al castellano del artículo original en catalán.