Por Ignacio Pérez-Soba Diez del Corral. Decano autonómico del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes en Aragón y Académico de Número de la Real Academia de Ciencias de Zaragoza
El pasado 28 de marzo de 2023 tuve el honor de leer mi discurso de ingreso como académico de número en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas, Químicas y Naturales de Zaragoza (RACZ), que me había elegido para ello por acuerdo unánime de 9 de noviembre de 2022. La RACZ, fundada en 1916 con el fin de promover “el cultivo, adelantamiento y propagación de las ciencias y sus aplicaciones”, es una de las tres Reales Academias de ámbito aragonés que están asociadas al Instituto de España, que es a su vez la corporación que agrupa a las diez Reales Academias nacionales.
He sido el cuarto Ingeniero de Montes en ingresar en la RACZ, después de estos insignes antecesores:
– Entre las 21 personas que crearon la Academia estuvo el célebre Pedro Ayerbe Allué, jefe entre 1907 y 1927 de la Sexta División Hidrológico-Forestal, organismo encargado de la restauración forestal de la cuenca media del Ebro. Fue al autor e iniciador de los grandes proyectos de corrección de torrentes pirenaicos, como los de Arás, Arratiecho y Escuer (en Biescas), y de Arguisal en Sabiñánigo.
– En 1919 ingresó Nicolás Ricardo García Cañada, que llegó a Zaragoza en 1902, también a la Sexta División Hidrológico-Forestal, en la que permaneció hasta 1931, siendo su Jefe desde 1927. Se enfrentó por vez primera en el mundo a los terribles efectos destructores de las ramblas mediterráneas, y salió victorioso, corrigiendo ramblas como las de Daroca, y haciendo repoblaciones forestales no ya exitosas, sino asombrosas, como el pinsapar de Orcajo, que es hoy una referencia internacional. Su discurso de ingreso en la RACZ, titulado “Los torrentes de erosión aragoneses”, es uno de los primeros textos de la historia sobre corrección de ramblas y repoblación forestal en climas semiáridos. Fue académico activo hasta 1933.
– En mayo de 1930 ingresó Alfonso Osorio-Rebellón y Domínguez, notable especialista en plagas forestales, quien en ese momento era jefe de la Primera Estación de Fitopatología Forestal, con sede en Zaragoza. Poco, sin embargo, pudo participar de los trabajos de la institución, puesto que fue trasladado fuera de Aragón en 1933.
Y hasta aquí la nómina de nuestros antecesores que ingresaran en la Real Academia de Ciencias de Zaragoza, pese a que dos más fueron elegidos para ello: Vidal Martínez-Falero y Arregui lo fue en febrero de 1947, pero falleció dos años después sin llegar a ingresar oficialmente; y José María Ruiz-Tapiador Martínez en enero de 1966, pero nunca leyó su discurso de ingreso.
Como hacía, por tanto, casi 93 años que ningún Ingeniero de Montes ingresaba en esa Academia, quise dedicar mi discurso de ingreso a hacer unas breves reflexiones –necesariamente superficiales, y bastante asistemáticas– acerca de nuestra profesión, tanto tiempo ausente de esa casa. En concreto, llevó por título “¿Por qué ingenieros y por qué de montes? Algunas bases de la creación en España de la ingeniería de montes en el siglo XIX, y su vigencia actual”. Trataré de resumirlo (mucho) a continuación; su texto íntegro está disponible en la página web del COIM.
No deseo dejar de repetir en este blog los agradecimientos que hice en mi discurso: a todos los asistentes, por venir; al Doctor Ingeniero Industrial D. Manuel Silva Suárez, quien me propuso como académico y tan lamentablemente falleció en noviembre de 2022; a los miembros de esa Real Academia, en especial su Presidente el Doctor D. Antonio Elipe y la Presidenta de la Sección de Ciencias Naturales la Doctora D.ª. María Victoria Arruga; a muchas personas de la familia forestal (Ingenieros de Montes, Ingenieros Técnicos Forestales, agentes forestales y otros muchos compañeros de trabajo como juristas, biólogos, geólogos o administrativos); a mis padres, que también se alegrarían con nosotros desde el cielo; y a mis queridos hijos y esposa. Añado también mi agradecimiento al Colegio Oficial de Ingenieros de Montes, que se hizo cargo de la retransmisión y grabación del discurso en su canal de YouTube, y que estuvo representado en el acto por su Vicedecana nacional, su Secretaria General, el Vicepresidente de la Asociación de Ingenieros de Montes y otros distinguidos miembros.
En el arduo camino seguido entre 1846 y 1848 para la fundación de nuestra profesión destaca la insistencia de los dos fundadores (Agustín Pascual y Bernardo de la Torre) en que los nuevos titulados debían ser precisamente Ingenieros, lo que en primer lugar situó la nueva profesión dentro del proceso de creación de las Escuelas Especiales de Ingeniería, que fue una corriente de regeneración institucional y científica de primer orden para nuestra nación. En concreto, los Ingenieros de Montes fueron creados para eliminar la anterior administración forestal estatal (unos “Comisarios de Montes” sin formación científica alguna) que sólo puede calificarse de incapaz, politizada y corrupta, y que (tras resistirse a morir, como hacen los patógenos) desaparecería por fin en 1859.
Pero hubo otro motivo más claro aún para que la nueva profesión fuera una ingeniería: situarla dentro del ámbito de la técnica, que aunque posee una profunda base científica tiene como esencial misión transformar realidades y resolver problemas prácticos. Crear una ingeniería dedicada a los montes nace por tanto del convencimiento de que esos profesionales deben actuar sobre (o, mejor dicho, interactuar con) la naturaleza, lo que se ve paradigmáticamente reflejado en el lema con que fue fundada la Escuela de Montes: “Saber es hacer; el que no hace, no sabe”. No se trataba sólo de vigilar y proteger, sino de saber y hacer; desarrollar una acción humana basada en principios científicos cuya triple finalidad fuera –como escribía Agustín Pascual en el mismo año en que se creó el Cuerpo de Ingenieros de Montes– “la conservación, la multiplicación y la regularización de los montes”.
Estos dos motivos para adscribir la nueva profesión al ámbito de la ingeniería (sus dos vocaciones: regeneracionista y de acción) se ven también reflejados en el emblema con que se dotó la Escuela de Montes en su fundación, y que hoy representa a todos los profesionales e instituciones forestales españolas; el conocido como “emblema forestal”. Dicho emblema (Figura 3) está constituido por dos herramientas cruzadas (un marco real y un zapapico), rodeadas de una rama de encina y otra de laurel. La orla vegetal representa el valor moral de la profesión: la encina simboliza en heráldica la solidez, la resistencia, la fortaleza (tanto en su sentido físico como moral), y en general un ánimo fuerte y constante, mientras que el laurel representa la inteligencia, la honra y la victoria en la lucha. Por su parte, el zapapico simboliza el aspecto más ingenieril de la profesión, la obra que se ha de hacer en los montes para mejorarlos (repoblaciones, caminos, sendas, puentes, fuentes, abrevaderos, refugios, apriscos, diques de corrección torrencial, etc.), mientras que el marco real representa la selvicultura, el aprovechamiento del monte hecho con criterios científicos.
El discurso dedica a partir de ese momento un gran esfuerzo a explicar al profano el motivo de que en nuestro emblema figure una herramienta que sólo vale para cortar árboles. Le señala primero la extraordinaria importancia para la humanidad de los recursos forestales, que son renovables; y luego explica que los ecosistemas se renuevan de forma natural mediante perturbaciones que suponen la muerte de algunos organismos, pero también crean oportunidades de desarrollo para los hijos de los organismos eliminados. Por tanto, empleando la ciencia, pretendemos que nuestras extracciones de productos constituyan las perturbaciones necesarias para la renovación sin que sean traumáticas ni arriesgadas para la persistencia de la masa. Como escribían en 1837 los grandes patrones de la selvicultura francesa, los Ingenieros de Montes Bernard Lorentz y Adolphe Parade, queremos “imitar a la naturaleza, acelerando su obra”.
El discurso presenta algunas pruebas evidentes del éxito de este proceder, como cuatro gráficos que muestran la evolución de otros tantos montes o grupos de montes en los que se han aplicado proyectos de ordenación desde hace más de un siglo. En todos se ha cortado mucha más madera de la que inicialmente había, y aun así ahora hay también mucha más madera que al principio (Figura 4).
Después el discurso estudia la segunda parte de nuestro nombre (“de montes”). La palabra “monte”, desde al menos el inicio del siglo IX, acabó designando en castellano a los terrenos cubiertos de plantas silvestres de todo tipo, lo que comprendía una enorme variedad de situaciones de la cubierta vegetal, con especies arbóreas, arbustivas o herbáceas en combinaciones muy diversas, y con frecuente ausencia de las arbóreas. En cambio, el vocablo “bosque” es un extranjerismo que no aparece en castellano hasta el siglo XIV, y la voz “forestal” entra en España nada menos que en 1847.
Así pues, la palabra “monte”, amén de ser la más tradicional y arraigada, designaba con acierto la realidad ecológica de la superficie española no cultivada, y fue reivindicado por nuestra profesión como una peculiaridad ecológica. Con toda su amplitud, abarca con acierto no ya sólo la realidad física del trabajo del ingeniero, sino también –dentro del ámbito del derecho– el bien jurídico a proteger, lo que acertadamente se concretó en la Ley de Montes de 1957 (artículo 1.2) que estableció una definición de monte que incluía (y aún hoy incluye, en las leyes que la han sucedido) los terrenos en que vegetan especies arbóreas, arbustivas, de matorral o herbáceas, sea espontáneamente o procedan de siembra o plantación, siempre que no sean características del cultivo agrícola o fueren objeto de éste. De este modo el legislador definió correctamente que el ámbito de la ley no se limita a los bosques, ni mucho menos, sino que es más rico y amplio.
Por tanto, la “Ciencia de Montes” (como escribía Agustín Pascual en 1868), “trata de relaciones mutuas y recíprocas, de conjuntos de unidad y variedad”. Es decir: es ecosistémica. Si además recordamos que el término “monte” se usa también para designar a fincas concretas y vinculadas con sus propietarios, resulta serlo hasta en el sentido de incluir al ser humano, de añadir a esa complejidad natural la relación con su propietario, y en general con los usos, demandas y expectativas sociales. La palabra “monte” contiene desde hace siglos las supuestamente nuevas ideas de la más reciente literatura científica, que considera los ecosistemas forestales como sistemas adaptativos complejos con gran diversidad de valores ecológicos y sociales, redescubriendo (sin darse cuenta) lo que ya sabían nuestros antecesores a mediados del siglo XIX.
En resumen, la creación de nuestra profesión se enraizó en tres paradigmas: 1º) una vocación regeneracionista y de amor por la propia profesión ejercida con rigor y entrega; 2º) una visión que aprecia la diversidad de los ecosistemas forestales españoles como una riqueza y un reto de gestión; y 3º) un convencimiento de que es posible y deseable una relación del hombre con la naturaleza que sea beneficiosa para ambos. Desgraciadamente, ninguno de ellos es bien comprendido en la sociedad actual, hasta el punto de que hay quien procura (de modo consciente o no), desdibujarlos, ocultarlos o cambiarlos. Acaba por ello mi discurso esbozando mi opinión de que dichos paradigmas son plenamente vigentes, y que en ellos se halla una parte esencial de la aportación original de nuestra profesión, y por tanto de la justificación misma de su existencia.
Así, si nos referimos a la vocación regeneracionista, es de plena actualidad recordar la esencial importancia que para España tiene que su administración pública se componga de profesionales con independencia política y profunda formación, centrados en el interés general. Y, para los centenares de Ingenieros de Montes que trabajan en el sector privado, creo que también resulta útil recordar que en el origen de su profesión se halla esta llamada a poner todo el cariño en la propia obra, y concluirla con la satisfacción del trabajo bien hecho.
También es importante reivindicar el valor de la palabra “monte”. Es paradójico que hoy, cuando está unánimemente aceptada la visión compleja de los ecosistemas terrestres, y la riqueza que supone la variedad de las realidades forestales presentes en España, sea precisamente cuando (desde hace años) el vocablo “monte” va siendo orillado y sustituido, incluso en el nombre de las instituciones oficiales, por otros como “bosque”, “medio natural”, o incluso “biosistema”, a pesar de que todos éstos son menos tradicionales y más pobres en significado. En la palabra “monte” se condensaron ideas potentes, muy pioneras en su tiempo, y muy certeras para definir la realidad ecológica española: lo inteligente es reivindicarla como una riqueza, no esconderla como una vergüenza.
Por último, sin duda lo más complicado, y por eso también lo más importante, es explicar a la sociedad española que es posible –hasta normal– una actuación positiva del hombre sobre la naturaleza. Se da en nuestra nación un marcadísimo divorcio entre su realidad física y su cultura: España ha llegado a ser un país, objetivamente, muy forestal (hay 27,5 millones de hectáreas de montes, de las cuales casi 15 son montes arbolados densos) y, sin embargo, al mismo tiempo padece una pavorosa incultura forestal. El ciudadano español medio actual cree poco menos que un crimen la corta de cualquier árbol, por cualquier motivo. La población urbana, que es una abrumadora mayoría cuantitativa, cree que lo único para lo que sirven los montes es para su ocio y recreo: espera encontrarlos siempre a su disposición como un parque temático al servicio del turista, que además ha de responder a su propia idea sesgada e idealizada del mundo rural y la naturaleza. Así que nada de cortar árboles, que es muy antiestético.
Evidentemente, esa pretensión es egoísta. Por supuesto que el uso recreativo y cultural de los montes es una de las principales funciones que han de prestar los montes, pero no es la única ni debe ser la predominante en todos los casos. Los montes han de ser multifuncionales, atendiendo tanto al pastor como al cazador, tanto a la sociedad que necesita productos forestales como a quien desea el contacto terapéutico con la naturaleza. Para todo hay tiempo y lugar. Y no debemos olvidar que mejor derecho tiene a los productos y servicios del monte su propietario que su visitante.
Pero además es también una pretensión irreal, que ignora tanto la historia como las leyes básicas de la ecología. En primer lugar, el urbanita percibe cualquier territorio poco edificado como “natural” o “virgen”, aunque no lo sea en absoluto, porque ignora que todos los paisajes de España, como los de todos los países industrializados, son en mayor o menor medida resultado de la alteración antrópica, y por tanto construidos por el hombre. Y en segundo lugar, el monte no puede ser una foto fija, porque los ecosistemas son siempre dinámicos: esa “foto” que tanto gusta al visitante variará en el futuro aunque el hombre deje de actuar sobre ella; y –como hemos dicho antes– lo hará mediante perturbaciones que a menudo serán violentas.
Por ello, la sociedad española, en su conjunto, debe superar esa visión unidimensional y errónea. Ha de reconciliarse con sus montes, entendiéndolos en su pleno contexto histórico, ecológico, social y económico, y sacarlos del abandono, tanto material como cultural, que padecen. Y para ello ha de descubrir y valorar el inmenso bagaje científico y técnico que los Ingenieros de Montes hemos aportado a nuestra nación, y que ha dado unos resultados que son legítimo motivo de prestigio para la ingeniería española en todo el mundo. Nosotros, por nuestra parte, hemos de recordar que (como escribía Bernardo de Chartres allá por el siglo XII) somos enanos sentados en los hombros de gigantes, y que ello nos impone la gran responsabilidad de estar a la altura de nuestros antecesores, en especial dando respuesta a los nuevos retos que cada día nos plantea nuestra profesión. Porque somos Ingenieros; porque somos de Montes.