No quiero empezar sin antes agradecer al Ayuntamiento de Ronda el habernos acogido en sus dependencias para la celebración de este evento y, en particular a José María Pino y a Nicolás de Benito por ser nuestros anfitriones en la visita a los alcornocales de Ronda. También a la Diputación de Málaga por sus aportaciones. Obligado sin duda reconocer el inestimable apoyo del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, y lo particularizo en la Directora General de Biodiversidad, Bosques y Desertificación Mª Jesús Rodríguez de Sancho, y en la Subdirectora adjunta de Política Forestal, María Torres Quevedo. Gracias también a Rafael Haro y a José L. Quintanilla por su generosidad al enseñarnos el parque nacional de la Sierra de las Nieves un domingo. Especial mención merece Gabriel Gutiérrez de Tejada, presidente de la Asociación Forestal Andaluza AFA-Profor, por su entusiasmo, entrega y profesionalidad que nos ha permitido estar hoy aquí. Y, por supuesto, gracias a todos los presentes por cuanto dan sentido a este acto.
Ha pasado algo más de un año desde que asumí la coordinación de JXB, plataforma que con gran entusiasmo impulsó Eduardo Rojas en 2016 tratando de aunar las numerosas voces, muchas veces discrepantes, otras enfrentadas, de entidades vinculadas al sector forestal. No quiero dejar pasar la oportunidad de utilizar este breve discurso como agradecimiento a las personas que confiaron en mí para asumir esta tarea pero también quiero aprovecharlo para despedirme. Creo que es momento de dejar paso a otra persona que, quizá con más capacidad o con más fuerza que yo, asuma este reto. Por eso van a permitirme que hable única y exclusivamente en mi nombre, no quiero que nadie interprete mis palabras como opiniones o posturas de JxB ni del Colegio de Ingenieros de Montes.
Pese a los eventos del pasado verano y al lugar que nos acoge, no voy a hablar de incendios ni del Parque Nacional. De lo que hoy quiero hablar es de bosques y montes, de política forestal.
Las aspiraciones de JxB no eran modestas pero sí profundamente sensatas y, diría más, justas. Nuestros anhelos de entonces siguen hoy vigentes porque apenas ninguno se ha cumplido:
- Que nuestra voz tuviera igual peso en la formulación de las políticas nacionales que la de otros colectivos también interesados y preocupados por la naturaleza.
- Que la iniciativa empresarial privada no quedara subordinada a la subcontratación por las empresas púbicas.
- Que los propietarios forestales tanto públicos como privados, fueran lealmente reconocidos y económicamente compensados por el beneficio que nos proporcionan a todos.
- Que la administración forestal –nacional, autonómicas– tuviera el peso que le corresponde aunque solo fuera por su presencia territorial, más allá del protagonismo que le otorgan los incendios forestales.
- Que las cifras del sector forestal reflejaran fielmente su aportación al PIB desde su contribución al medio ambiente y a la taxonomía.
Tras más de 6 años nuestros logros, si es que existen, se cuentan con los dedos de una mano. Pero tenemos el mérito de reunirnos de nuevo, esta vez en Ronda, para celebrar el Día Internacional de los Bosques, promovido por FAO. Este año el lema es “Bosques sanos, personas saludables”
Soy poco aficionada a la celebración de “Días internacionales …”. Siempre me queda la sensación de que sirven más como premio de consolación que como un intento real de dar solución a los problemas que supuestamente denuncian.
Porque si algo o alguien cuenta con un “Día internacional …” es porque tiene un problema… y de alcance mundial. Pero centrándonos en hoy, en Ronda, en Andalucía, en España, me pregunto ¿qué problemas queremos denunciar celebrando este día y quién tiene la llave para solucionarlos?. Más aún ¿a quién interpelamos y con qué? Porque lo cierto es que recordar el importante papel que los bosques juegan en la salud, como en años pasados lo hicimos con la biodiversidad, el cambio climático, las ciudades, el agua o la educación no parece que “haya sacado de pobres” ni a los bosques ni a la política forestal. Si para tantas cosas son importantes, diría más, imprescindibles, ¿cómo es que no son el eje central de cualquier política nacional?
Las corrientes que nos llegan desde Naciones Unidas y desde la Unión Europea a través de convenios, directivas y reglamentos, aunque parezcan claras, no dejan en absoluto despejado el futuro que queremos para nuestros bosques más allá de conservarlos y aumentarlos, idea que ya defendía Felipe II hace más 500 años así que algo más habrá que decir que resulte elocuente e inspirador.
Pero el actual discurso desconcierta, incluso a los especialistas. Desde las políticas de cambio climático se financia y se ha puesto precio a plantar árboles. Por el contrario, el principio de uso en cascada veta quemar madera salvo como última opción. Opción que sí promueve la bioeconomía animando al consumo de cualquier producto natural renovable, con especial énfasis en la madera para construcción. Pero esto conlleva talar árboles así que la sociedad se moviliza espantada del latrocinio supuestamente cometido. Inmovilismo también es lo que se interpreta desde las políticas de conservación de la biodiversidad que instan a no tocar los bosques, a promover la madera muerta y los árboles muertos en pie sin sopesar seriamente los riesgos que conllevan tales prácticas según en qué sitios. Otro tanto cabe decir respecto a universalizar la selvicultura próxima a la naturaleza como único estándar de gestión forestal sostenible.
Serenamente analizadas todas estas corrientes resultan contradictorias; mientras unas parecen impulsar los sumideros y almacenes de CO2, otras favorecen las fuentes. No son en absoluto mensajes claros así que ¿por dónde empezamos? ¿qué priorizamos? ¿dónde está el punto medio? Decir que en la “gestión forestal sostenible” es no concretar nada. De hecho, aún no hemos conseguido que sea considerada sumidero de CO2 en el cómputo del sector LULUCF.
El éxito del Foro de Bosques y Cambio Climático, plataforma hermana de Juntos por los Bosques, deja patente que el cambio climático está teniendo el gancho necesario para que sectores trascendentales para la economía nacional como las eléctricas, la edificación o el transporte hablen de bosques y de madera. Si ellos lo hacen los políticos lo harán así que, bienvenidos sean.
Pero el cambio climático no es el único problema de los bosques españoles, ni desde luego el más acuciante. Y tampoco hay unanimidad respecto a sus causas ni a sus repercusiones. Otro tanto cabe decir de la crisis de biodiversidad, acríticamente aceptada pese a décadas de políticas proteccionistas en la Unión Europea. Valgan de ejemplo las extinciones masivas que supuestamente reflejan los informes de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) cuyas cifras no coinciden con las evaluaciones de la UICN. El alarmismo ha llevado a que haya cada vez más voces que reclaman ponderación y cautela con las afirmaciones que se hacen respecto a estos temas. Títulos como El clima. No toda la culpa es nuestra (2022), del físico Steven E. Koonin,; o No hay apocalipsis: Por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos (2021) del periodista y activista medioambiental Michael Shellenberger o el sugerente ¿De dónde son los camellos? (2016) del ecólogo Ken Thompson [que nos acaba descubriendo que proceden de Norteamérica] nos alertan de que muchos de los actuales mantras respecto al medio ambiente requieren de matices e incluso que algunos no son ciertos o no tienen suficiente respaldo científico.
En una entrevista con motivo de la presentación de su libro, Koonin afirmaba: “muy poca gente se lee los resúmenes de evaluaciones, y menos los propios informes y artículos de investigación… casi todo el mundo, lo que sabe del clima procede casi exclusivamente de los medios”… “los comunicados de prensa y los resúmenes oficiales del Gobierno y de la ONU no son fiel reflejo de los resultados de los informes originales”. Estas voces discrepantes de especialistas, no sé a ustedes, pero a mí en cierto modo me tranquilizan por cuanto permiten vislumbrar una naturaleza para la que no todo está perdido. Más me asusta nuestro futuro como sociedad al saberme en manos de medios de información poco rigurosos y de políticos excesivamente manipulables.
El binomio catastrofista clima-biodiversidad ha animado a Naciones Unidas a declarar 2021-2030 el decenio de la Restauración de la naturaleza; “una llamada a la protección y la reactivación de los ecosistemas en todo el mundo”. Su meta es detener la degradación de los ecosistemas y restaurarlos en beneficio de las personas y la naturaleza. En paralelo, la Comisión europea espera aprobar a finales de este año la Ley de restauración de la naturaleza. En el borrador del reglamento se vuelven a aceptar como verdades absolutas la alarmante pérdida de biodiversidad, la crisis climática y la unanimidad científica respecto a tales afirmaciones. Y es en este escenario donde habremos de plantear nuestra futura acción sobre los ecosistemas forestales. Dejando al margen que en este contexto veo difícil encajar la bioeconomía o la certificación de la gestión de la producción, se trata de abordar el reto respondiendo a dos cuestiones trascendentales: decidir qué está deteriorado y planear y proyectar cómo restaurarlo. Y no es que no haya unanimidad en estos dos asuntos, es que hay visiones claramente contrapuestas.
Sea como sea, abordar estos asuntos obliga, a quien proceda, a considerar que en España, como en Europa y también a escala internacional, la población urbana supera ampliamente a la rural. Y como cualquier política, la política forestal está al servicio del bien común, de una sociedad a la que se deberá atender conociendo sus problemas y satisfaciendo sus demandas. Pero ¿cuáles son estas demandas? Porque lo que sí constato es que, respecto a la naturaleza, la sociedad está francamente mal informada. Planteemos si no la pregunta del millón ¿Qué modelo de bosque final quiere la sociedad? Pongamos por ejemplo la sociedad andaluza, ya que estamos aquí ¿considera que sus bosques están deteriorados y, si es así, por qué? ¿Tiene claro cuál es el ecosistema de referencia al que aspira para sus hijos o se les ha inculcado uno en concreto? ¿Qué tipo de servicios le pide a sus montes? ¿Sabemos cuál es el límite de cambio que aceptaría en la naturaleza si se decide aprovechar sus productos? ¿O prefiere que no la toquemos? Porque a veces creo que los forestales intentamos aplicar una suerte de despotismo forestal ilustrado, es decir, una visión científico-técnica de los montes que, desde luego, no ha logrado calar en la población y puede que no siempre sea la correcta.
Por eso, además de seguir trasmitiendo a la sociedad, desde la ciencia y la experiencia, cuáles son los bosques que necesitamos y que podemos permitirnos, habrá que consensuar con generosidad y con visión de futuro, pero también de presente, los pasos a dar y la política forestal a aplicar que permitan que más de la mitad del país deje de ser un territorio ocioso, un territorio que como provocadoramente dijo en 1930 el Director General de Montes Octavio Elorrieta «no produce absolutamente nada». Porque algo tendremos que hacer -y que aún no hemos hecho- para que nuestros montes no se vean como un pozo sin fondo en el que todos los veranos se queman los escasos presupuestos forestales, ni como parques temáticos salpicados de carboneras y chozas, vestigio de lo que fue en su día una naturaleza cómplice y aliada de la sociedad. Pueden y deben ser espacios con un sinfín de oportunidades. Los variopintos miembros de JxB así lo evidencian. Pero para que sean una realidad es necesario que las administraciones dejen de ser un freno a la actividad forestal, flexibilizando una normativa y una burocracia que hoy sólo paraliza al sector. Y que sepan crear lazos público-privados que permitan dejar de gestionar nuestros montes como si fuéramos millonarios. Y que las administraciones no forestales impulsen imprescindibles servicios en el medio rural que lo hagan un lugar atractivo para los jóvenes. Porque este es un problema que compete a todos.
Un reciente libro sobre “Economía de la Biodiversidad. Revisión Dasgupta” (2021) alude a nuestra responsabilidad en dejar a las futuras generaciones una naturaleza con las “puertas abiertas” para que los bosques que hereden nuestros descendientes sean susceptibles de satisfacer sus necesidades e intereses de los que, por cierto, nada sabemos. Nuestros antepasados así lo hicieron y crearon y nos dejaron unos bosques que bien nos han servido hasta hoy pese a que jamás pudieron imaginar que en 2023 los querríamos para abrazar sus árboles. Pero no creo que debamos ni podamos dedicarlos solo a esto.