El fuego en la literatura

En REVISTA MONTES nº  114 (2013) se publicó la versión primera de este artículo. Ahora se añaden nuevos textos de escritores, pasando de 7 autores a 20,  que se refieren, como los anteriores, a los incendios citados en libros cuyo objeto no es forestal, pero que añaden un punto de vista interesante para comprender mejor el fenómeno del fuego forestal, extendido en el tiempo y en el espacio.

Por Ricardo Vélez muñoz. Dr. Ingeniero de Montes

El fuego no es personaje muy frecuente en la Literatura. Menos todavía lo es el incendio forestal, protagonista en la literatura técnica, pero no en la Literatura con mayúscula. Aunque aparece en un texto tan antiguo como del siglo I de nuestra era. Se trata del Nuevo Testamento, en la Carta de Santiago, capítulo 3, donde se puede leer refiriéndose a los pecados de la lengua: “….Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque”.

Aún más antigua es la referencia al fuego de pastores en el Antiguo Testamento, Éxodo, capítulo 3, con la historia de Moisés (siglo XV a. C.): “Apacentaba Moisés el ganado de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Llevóle un día más allá del desierto; y llegado al monte de Dios, Horeb, se le apareció el ángel de Yavé en llama de fuego de en medio de una zarza.

Veía Moisés que la zarza ardía y no se consumía, y se dijo: Voy a ver qué gran visión es esta y por qué no se consume la zarza….”

Se puede deducir que Moisés estaba familiarizado con las quemas de pastos y matorral como técnica pastoril para regeneración de la vegetación, alimento de su ganado

Una referencia mínima aparece en Ray Bradbury (1920-2012), como un simple verso al final de su relato Las doradas manzanas del sol:.”…A veces el sol es un árbol en llamas”

Escritores incendiarios y otras causas

Parece que pocos escritores han tenido la experiencia del fuego en el monte. Sin embargo algunos lo han vivido de cerca e incluso lo han provocado. Es interesante analizar cómo transmiten su visión del incendio forestal, que claramente no difiere de la forma en que lo ven los que se dedican a prevenirlos y controlarlos.

Para mí fue una sorpresa encontrar al incendiario en un texto de Charles Baudelaire (1821-1867), prototipo de poeta maldito francés. En su libro Pequeños poemas en prosa (1862) dice con toda claridad:

“….Un amigo mío….incendió una vez un bosque para ver…si el fuego se extendía tan fácilmente como suele afirmarse. Diez veces consecutivas fracasó el experimento, pero a la undécima logró un éxito demasiado grande…”.

Se podría decir que ese “amigo”  tenía mentalidad de investigador del comportamiento del fuego, aunque fuera en este caso un simple incendiario.

Es curioso que haya otra referencia al incendiario también en otro poeta, nuestro gran Antonio Machado (1875-1939). En su libro Campos de Castilla (1912) aparece su famoso verso “…El hombre de estos campos que incendia los pinares…” Se está refiriendo a los pinares del Sistema Ibérico, que en los primeros años del siglo XX sufrieron frecuentes fuegos originados deliberadamente para producir pastos, como consecuencia del incremento de la cabaña ganadera en esa región. Esta causa, que sigue siendo frecuente en otras zonas, desapareció prácticamente de allí, cuando se comprobó que monte y ganado pueden ser simbióticos, dentro de planes racionales de aprovechamiento. Estamos viendo ahora que la desaparición del ganado de los montes por determinadas políticas económicas conduce a mayores acumulaciones de combustibles ligeros y, por tanto, a mayor riesgo de incendio.

El mundo de los incendios forestales en la Literatura «con mayúsculas»

La negligencia, el simple descuido al desatender una hoguera encendida para calentar comida, es otra causa típica que describe Mark Twain (1835-1910) en Los inocentes en el país del oro, uno de los volúmenes que componen Roughing it (Pasando fatigas, 1872), el relato de todas sus aventuras cruzando Estados Unidos hacia el Lejano Oeste en 1861. En ese azaroso viaje llega con un compañero al Lago Tahoe, situado entre Nevada y California, actualmente un lugar turístico de primer orden, pero desierto totalmente entonces. Allí marcan una parcela y construyen una choza. Y relata: “…yo me quedé a la orilla para preparar la cena, compuesta de pan, excelente jamón y café; puse todo esto sobre un tronco de árbol, encendí fuego y volví al bote para recoger la sartén. Mientras me dirigía allí, sonó un grito de Johnny y, al mirar atrás, vi que mi fuego se había corrido y galopaba por todo el espacio circundante, extendiéndose velozmente…”

Esta escena recuerda inmediatamente tantas barbacoas, paellas y otras modalidades de hogueras escapadas, a veces con resultados trágicos, como la de Rivas de Saelices, Guadalajara,  en 2005.

Volviendo al incendiario, el que provoca un incendio deliberadamente, la literatura en inglés nos ofrece otro ejemplo clamoroso. Robert Louis Stevenson (1850-1894), el famoso autor de “La isla del tesoro”, viajó en 1879 desde Inglaterra a Estados Unidos, que cruzó hasta California, recogiendo sus impresiones en el libro El emigrante aficionado, publicado en 1895, después de su muerte. En él describe como inició un incendio en Monterrey:

”…Tengo especial interés en esos incendios que ocurren en los bosques, pues estuve a punto de ser linchado a causa de uno de ellos….Supongo que debo haber estado bajo la influencia de Satanás, pues en lugar de arrancar un poco de musgo para llevar a cabo mi experimento, no hice nada menos que acercarme a un enorme pino,…encender un fósforo y aplicar la llama a una ramilla…..El árbol estalló como si hubiera sido un cohete. Al cabo de tres segundos se había convertido en una columna de rugientes llamas”.

La negligencia a veces encubre un impulso incendiario, en este caso de un escritor español, Gabriel Miró (1879-1930).En su libro Años y leguas (1928) cuenta un paseo de Sigüenza, su personaje autobiográfico, por la Sierra de Mariola:…

Aliagas convulsas, de un amarillo que da luminosidad. Enciende un cigarro, y el erizo gigante de una mata abre su hermosa garganta reseca queriendo el fuego como un frutal pide el agua….y Sigüenza le suelta la cerilla encendida. Estalla una crispadura recóndita y el corazón de la fogada se trenza y se distiende…”. Más adelante, cuando huye del fuego que ha provocado y encuentra al guarda rural, se acusa de haberlo prendido y pide ayuda. Y el guarda le dice:”…Se sabe su camino por los cigarros que fuma, que no son de aquí. El humo de antes sería de su foguera, pero ese gordo de ahora es de las hornadas de los carboneros, que hacen las cremás de septiembre”.

Aquí aparece otra causa, pero también negligencia, que es ya historia porque los carboneros han desaparecido.

Las quemas de pastos como causa de incendios aparecen en el lugar más inesperado. Thor Heyerdahl (1914-2002) realizó en 1947 la expedición de la Kon-Tiki, cruzando el Océano Pacífico desde Perú hasta Tahití en una balsa construida según los modelos de los incas. Después en 1955 programó un estudio en la Isla de Pascua para tratar de averiguar el origen de los moais y su relación con otras culturas de la Polinesia. En su libro AKU-AKU (1958) cuenta que la isla estaba completamente desprovista de arbolado y de cualquier vegetación leñosa. Un día de su estancia subió hasta la cantera en la que hay todavía moais en fase de talla y desde allí vio lo siguiente:

“….Cuando el sol empezó a tirar de las tinieblas para cubrir con ellas las alturas como con un telón negro….vi a un pastor que descendía hacia su refugio. Yo le veía detenerse a cada momento para prender fuego a la hierba mientras avanzaba a través del llano. La estación seca había comenzado hacía tiempo; las lluvias eran extremadamente raras y la hierba estaba amarilla y reseca; por tanto, había que quemarla para que volviera a brotar fresca y lozana y sirviera de pasto a las ovejas. Mientras hubo luz vi tan solo el humo que se desprendía de la hierba quemada y quedaba suspendido sobre el llano como una niebla gris, Luego llegó la noche y el humo desapareció como tragado por las tinieblas, pero no así el fuego. Cuanto más oscurecía, más intenso era el brillo de las llamas y aquel inofensivo incendio de hierba que se extendía en todas direcciones semejaba un millar de rojas piras en la noche negra como boca de lobo.”

El fuego de pastos probablemente apareció en la Isla durante el siglo XIX, acompañando a la introducción de las ovejas, como técnica necesaria para procurar alimento al ganado. Y los introductores llegarían desde el Continente sudamericano.

El uso del fuego para roturar zonas forestales y prepararlas para la introducción de cultivos es tan antiguo como la Agricultura. Un testimonio sumamente interesante lo debemos a Vicente Pérez Rosales (1807-1886), uno de los próceres de los primeros tiempos del Chile independiente. En 1850 el Gobierno le comisionó para que buscara en Alemania inmigrantes que poblaran las tierras del Sur del país y las hicieran productivas. Para ello hizo los correspondientes viajes a Europa y se ocupó de la preparación del terreno para el inicio de los cultivos. Y lo cuenta así:

“….Al venir el día supimos por un indio que nos buscaba, que no distábamos mucho de nuestro primer alojamiento, y curados del prurito de los descubrimientos, pero llenas las cabezas de proyectos, tornamos a movernos hasta llegar al Burro y de allí a Osorno

En mi tránsito ofrecí al indio Pichi-Juan treinta pagas, que eran entonces treinta pesos fuertes, porque incendiase los bosques que mediaban entre Chanchán y la cordillera,

y me volví a Valdivia a calmar el descontento que ya comenzaba a apoderarse de los inmigrados, los cuales no sabían qué hacer de sus personas en el provisorio alojamiento donde, por falta de terrenos, les había yo dejado.

….Valdivia es una de las regiones de Chile donde con más frecuencia llueve, sin que por eso caiga allí más agua que la que cae en Colchagua; por esta razón se nota en aquella provincia el singular fenómeno de verse siempre el sol, aunque por pocos instantes, en todos los días del año, aunque fuere en pleno invierno….

Hacía ya tres meses que el disco de este astro, siempre puro allí cuando se deja ver, aparecía empañado. Pichi-Juan había dado, desde entonces, principio a la tarea de incendiar las selvas que ocupaban gran parte del valle central al SE del Osorno. El fuego, que prendió en varios puntos del bosque al mismo tiempo el incansable Pichi-Juan, tomó cuerpo con tan inesperada rapidez, que el pobre indio, sitiado por las llamas, solo debió su salvación al asilo que encontró en un carcomido coigüe, en cuyas raíces húmedas y deshechas pudo cavar una peligrosa fosa. Esa espantable hoguera, cuyos fuegos no pudieron contener ni la verdura de los árboles, ni sus siempre sombrías y empapadas bases, ni las lluvias torrentosas y casi diarias que caían sobre ella, había prolongado durante tres meses su devastadora tarea, y el humo que despedía, empujado por los vientos del sur, era la causa del sol empañado, al cual, durante la mayor parte de ese tiempo, se pudo mirar en Valdivia con la vista desnuda.

Tan pronto como cesó de arder aquella hoguera, fue preciso emprender otra y más detenida exploración por los lugares que había franqueado el fuego en el departamento de Osorno. Recorrí, pues, en ellos con encanto todos los terrenos que yacen al norte de la laguna de Llanquihue.

La anchura media de los campos incendiados podíase calcular en cinco leguas y su fondo en quince. Todo el territorio incendiado era plano y de la mejor calidad. El fuego, que continuó por largo tiempo la devastación de aquellas impenetrables espesuras, había respetado caprichosamente algunos lugares del bosque, que parecía que la mano divina hubiese intencionalmente reservado para que el colono tuviese, a más del suelo limpio y despejado, la madera necesaria para los trabajos y para las necesidades de la vida….”

El fuego, como herramienta para roturar, es típico de la llamada “agricultura migratoria”, técnica antiquísima, practicada todavía en los tiempos actuales en regiones del trópico. Una referencia a estas quemas en Centroamérica en los años 1927-29  la da J. E. S. Thompson (1898-1975), que en ese tiempo recorrió las selvas del Yucatán, entre México, Guatemala y Belice, investigando y excavando las ruinas mayas. Habitualmente se desplazaba andando o en mula, con su equipo de indios mayas que iban abriendo trochas con machete y aprovechando las sendas que abrían los madereros que buscaban caobas, todavía frecuentes entonces. Un día señala:

“…El aire estaba embalsamado por el humo de los cedros que ardieron por varios días…”

Se refería a una de esas quemas para roturar en la que ardía, con otra vegetación, bosque en el que aparecía la especie Cedrela odorata L., árbol de madera preciosa, que para los campesinos no tenía interés especial. Lo importante en este sistema de roturación es despejar el terreno para poder sembrar, generalmente maíz, alimento básico de la población rural en esa parte del mundo.

Otra referencia de las quemas para después sembrar la da Gerald Durrell (1925-1995), naturalista inglés, dedicado al rescate de fauna en peligro, en uno de sus libros, en el que cuenta una misión en Madagascar, donde la deforestación, impulsada por la pobreza,  avanza continuamente por la necesidad de tierras para cultivar, reduciendo cada vez más los hábitats de las especies propias de aquel territorio. En uno de los episodios en que buscaban un lémur manso (Hapalemur griseus alaotrensis) relata:

“,,, No podíamos haber llegado en mejor momento para capturar lémures: en esta época los campesinos queman grandes extensiones de marismas para plantar más arrozales. Ventaja no despreciable, ya que los animales que huían del fuego, o bien eran apaleados hasta la muerte y vendidos como comida, o bien eran capturados y vendidos como animal de compañía. Huelga decir que ambas cosas están estrictamente prohibidas por la ley, pero siguen practicándose impunemente”.

Un testimonio muy reciente de roturación para cultivar, en este caso la palma de aceite, lo da Ignacio Deán (1980-), que salió de la Puerta del Sol de Madrid a mediados del año 2013 para dar la vuelta al mundo a pie, regresando al mismo punto tres años después. En su paso por Indonesia en abril de 2014 relata lo siguiente:

“Estoy recorriendo el país a finales de la época de lluvias y, a pesar de que hay temperaturas constantes entre los 25ºC y los 35ºC a lo largo de todo el año por su cercanía al Ecuador, en Indonesia hay un gravísimo problema que amenaza al ecosistema y a la salud de sus habitantes: Los incendios incentivados por grandes compañías que pretenden hacer desaparecer bosque y selvas para crear nuevas plantaciones de cultivos, como la palma de aceite.

Se ha expuesto a millones de personas a niveles de contaminación extremadamente nocivos para la salud, que amenazan la supervivencia de especies emblemáticas como los orangutanes y, por si fuera poco, el país se ha convertido en una de las principales fuentes de emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera en todo el planeta. En un solo año, se han registrado más de cien mil incendios forestales y la cantidad de gases emitidos a la atmósfera supera las emisiones producidas por un país tan industrializado como Japón.”

Una referencia al incendio sin autor concreto, ya que en este caso son las acciones bélicas, aparece en la obra de Jesús Fernández Santos (1926-1988). Su libro de relatos Cabeza rapada (1958) incluye uno titulado “El primo Rafael” cuyos protagonistas son niños de familias atrapadas en 1936 por la Guerra Civil en la parte de Segovia durante su veraneo en la Sierra de Guadarrama. Uno de ellos recuerda:

“…Por la noche se veía a lo lejos el resplandor de los pinares incendiados por los bombardeos…”

No todos los incendios los provocan acciones humanas. Por ejemplo los rayos son causa frecuente de incendios en algunas regiones del Mundo, como Norteamérica o Siberia. En España lo son en las montañas del Sistema Ibérico. Y los volcanes, aunque  menos frecuentes, también los producen. Bill Bryson (1951—), escritor norteamericano, menciona en su libro de divulgación sobre historia de la Ciencia, “Una breve historia de casi todo”, la erupción del Monte Saint Helens, situado en el estado de Washington (EEUU), ocurrida en 1980: “…El Monte St. Helens perdió 400 metros de cima y quedaron devastados 600 kilómetros cuadrados de bosque. Quedaron calcinados árboles suficientes como para construir unas 150.000 casas (o 300.000 según otros informes). Los daños se calcularon en 2.700 millones de dólares…”

Evaluar los daños forestales por el número de casas que se hubiera podido construir es muy significativo, ya que en el Oeste americano las casas con estructura de madera son las más frecuentes.

Vegetación, combustibles y comportamiento del fuego

Las descripciones de la vegetación, combustible que alimenta el incendio, son realmente exactas y se centran en los pinares, mencionados por Antonio Machado, que en la región donde él veía el fuego serían pinos silvestres (Pinus sylvestris) o pinos laricios (Pinus nigra).

Mark Twain menciona un denso bosque de pino amarillo (Pinus ponderosa) con sotobosque de manzanita (Arctostaphylos pungens), una de las especies típicas del chaparral. Describe los pinos como gigantes de 100 pies (+30 m) de altura y diámetros de 5 pies (+1,50 m).. Y explica también: “…

Estaba el suelo cubierto por una capa espesa de agujas secas de pino, que al primer contacto con la lumbre se inflamó como si fuese pólvora. Era extraordinaria la rapidez con que avanzaban las gigantescas columnas ígneas. Al cabo de un minuto, prendió el incendio en unos espesos matorrales de manzanita seca con unos seis a ocho pies (+2 m) de altura y empezó el fuego a crepitar, rugir y chisporrotear de un modo espantoso….”

Por la descripción podemos estimar que se podría clasificar como modelo 7 con muchas zonas de modelo 4. En pleno verano (él y su compañero duermen a la intemperie sin problemas) en esta vegetación se pueden iniciar fuegos de gran intensidad, que llegan a ser grandes incendios (GIF) fácilmente. Podemos estimar que las únicas discontinuidades en aquellas soledades de entonces serían los quemados producidos por rayos.

Robert L. Stevenson describe: “Los bosques y el Pacífico dominan el clima en esta región de la costa oceánica. En las calles de Monterrey, cuando el aire no huele a sal a causa del océano, sopla cargado de perfumes procedentes de las copas de los árboles que forman los bosques.

Durante días enteros suele cernirse sobre la ciudad una atmósfera caliente y seca, parecida a la de un horno, aunque saludable y aromática. No se necesita ir muy lejos para averiguar la causa de esto, pues los bosques están incendiados y el aire cálido sopla desde las colinas…”

Probablemente este viento terral que menciona sea el llamado allí “Santa Ana”, típico del cálido mes de julio.

Y dice más adelante:”…Quería asegurarme de si era el musgo el que se inflamaba con tanta rapidez cuando la llama tocaba por primera vez el árbol…”

Los pinos que incendia pueden ser pinos insignes (Pinus radiata), especie que desde Monterrey se ha extendido a medio mundo. Producen gran cantidad de pinocha, sobre la que el fuego corre fácilmente. Sus piñas jorobadas se abren mejor con el calor del incendio, que además ha dejado al descubierto el suelo, facilitando la germinación de las semillas.

En cambio, no es tan sencillo identificar lo que llama “musgo”, que por la descripción (“ese fantástico y fúnebre ornamento de las selvas californianas”) debe ser colgante para facilitar la propagación del fuego por las copas. Lo que conocemos como “barbas de español” (Tillandsia usneoides) se encuentra por el sudeste de Estados Unidos. Quizá en zonas relativamente húmedas de la costa del Pacífico se encuentre también. Aparece citado en Baja California, México, cerca de la zona de este fuego.

Sorprende encontrar otra referencia a grandes incendios en Antón Chejov (1860-1904), escritor intimista ruso. En un viaje a la Isla de Sajalin, en el extremo nordeste de Siberia, cuando estaba esperando el barco que le iba a trasladar desde Nikolaievsk, situada en la desembocadura del Río Amur, hasta la isla, divisa grandes fuegos:….” El día era tranquilo y despejado. En cubierta hacía calor, en los camarotes el ambiente era sofocante. El agua estaba a 18ºC. Un tiempo semejante es más bien propio del Mar Negro.

En la margen derecha del río ardía el bosque; una masa verde ininterrumpida irradiaba una llama purpúrea; las volutas de humo se fusionaban en una prolongada e inmóvil franja negra, que permanecía suspendida sobre el bosque. El incendio era enorme, pero alrededor todo era tranquilidad y silencio. A nadie le preocupaba que el bosque fuera destruido, ya que, en este lugar, la riqueza vegetal pertenece solo a Dios.

Al día siguiente, por la mañana temprano, reanudamos la marcha con un tiempo absolutamente tranquilo y caluroso. La costa estaba cubierta por una ligera neblina azulada; era el humo de lejanos incendios de bosque, que, según nos dijeron, alcanza a veces tal espesor que llega a ser para los marineros no menos peligroso que la niebla.”

Estos enormes incendios en regiones muy poco pobladas se siguen produciendo, generalmente por rayos, generando en algunas zonas de Rusia, de suelos muy profundos, grandes cantidades de humo, que cubren áreas muy extensas.

Gabriel Miró dice que tiró la cerilla en una aliaga, a la que en otro lugar llama tojo (Ulex parviflorus):

“…Aleteaba el fuego por los tojos, corría por jistos de gramas. Crujidos frescos, rasgados de llamas nuevas; ruidos duros, metálicos, de calcinación; retumbos de pellones de rescoldos…..Las aliagas eran bestias rojas, delirantes, que mordían la hierba, que se cebaban hasta de las esponjas húmedas de los musgos”.

Claramente ese fuego corría por un modelo 4 y no había forma de pararlo:

“…Estaba solo, con su cayado nada más. Con legón, con azada, descuajaría las socas de esos hogares de leña; les arrimaría y les volcaría tierra y pedregal, como hacen los labradores y pastores para remediar los incendios. Quiso valerse de su bastón y le retoñó en lenguas que lo devoraban”.

Propagación y efectos

La descripción más impactante es la de Mark Twain:

Transcurrida media hora, se extendía ante nuestra vista un verdadero océano de fuego. El incendio subía a la cima de las montañas más próximas y veíamos trepar aceleradamente las llamas por sus laderas, desaparecer por la vertiente opuesta para reaparecer más lejos, por la falda de la montaña inmediata, que iluminaba con su siniestro resplandor para volver a desaparecer en rápido descenso.

Después, entre lejanos bosques, desfiladeros, abismos y peñascos, hasta alcanzar por las que se le veía correr más alto y más lejos siguiendo las estribaciones de la cordillera, serpenteando se perdía en los confines del horizonte, que aparecían cruzados por infinitos ríos de fuego. Las cumbres de las más lejanas montañas brillaban con rojizos reflejos y el mismo firmamento parecía llamear en una incandescencia infernal. Tan imponente espectáculo se reproducía con fidelidad, detalle por detalle, sobre el brillante espejo del lago. Cuatro largas horas permanecimos inmóviles, sentados a la orilla del lago, contemplando aquél espectáculo grandioso, sin cansarnos de mirar y sin pensar en comer y beber. Hacia las once el incendio había ya corrido fuera de los límites de nuestro horizonte y volvió a reinar la oscuridad sobre el paisaje”.

Una brevísima referencia al daño del incendio a la fauna aparece en el libro que preparaba Albert Camus  (1913-1959) cuando falleció en accidente de coche:

“……y del que solo subsistía un recuerdo impalpable como las cenizas de un ala de mariposa quemada en el incendio de un bosque”.

Extinción

No hay mucho sobre extinción en nuestros autores. Robert L. Stevenson cuenta su huida del fuego que ha provocado:

“…En las cercanías pude oír los gritos de los que se hallaban combatiendo el incendio original. Desde el sitio en que me hallaba podía ver la carreta en que habían ido allí, y hasta observé los reflejos de un hacha herida por los rayos del sol…”.

Una referencia más concreta la da James Oliver Curwood (1878-1927), autor de numerosas novelas de aventuras en ambiente forestal de Canadá y Estados Unidos. Uno de sus libros se titula nada menos que El bosque en llamas (1921). Sin embargo el incendio aparece sólo de forma marginal:

“…Al norte y al este, el cielo semejaba una imponente hoguera y un soplo de aire en su rostro le descubrió la dirección del viento….Se vistió y salió a la ventana. Entonces distinguió a José Clamart que pasaba en aquel momento, a la cabeza de media docena de hombres y mozos con hachas y sierras al hombro en dirección de la linde del bosque”.

Es la lucha tradicional, pocos hombres con herramientas para abrir un cortafuegos y desde allí hacer una quema de ensanche.

Más adelante hay una referencia al riesgo para la vida humana:

Y luego vio que Roger se acercaba a los restos carbonizados de un tronco y que se desplomaba sobre él pronunciando lleno de amargura este nombre: ¡Andrés! ¡Andrés! Davis se apresuró a acercarse y descubrió que el tronco carbonizado era el cuerpo abrasado de Andrés…”

Fray Rosendo Salvado (1814-1900) fue fraile benedictino del Monasterio de San Martín Pinario, en Santiago de Compostela. Tuvo que salir de Galicia por causa de la Desamortización de Mendizábal. Se trasladó a Roma, donde consiguió que lo destinasen a las nuevas misiones en el Suroeste de Australia, llegando a ser nombrado obispo de Nueva Nursia en la zona de Perth. Hizo varios viajes en los veleros de entonces a Europa para conseguir misioneros para Australia. Se le considera introductor del eucalipto en Galicia. Según Rafael Areses, Ingeniero de Montes y Jefe del Distrito Forestal de Pontevedra en los años 50 del siglo XX, Fray Rosendo envió a Galicia semillas de Eucaliptus marginata y de E. globulus hacia el año 1860. El primero procede del Suroeste de Australia y el segundo del Sureste. En sus Memorias, relata lo siguiente, sucedido hacia 1845:

“….Un día vino a refugiarse entre nosotros una mujer salvaje perseguida por su marido, que quería matarla…..El marido, enfurecido….se marchó dando horribles gritos….Al día siguiente, a la misma hora, observamos que había pegado fuego al bosque vecino, creciendo y adelantando por momentos aquel horroroso incendio que amenazaba destruir todas nuestras mieses; sin pérdida de tiempo, corrimos con todos los salvajes a fin de poner un dique a los daños del voraz incendio;

pero ¿quién era capaz de hacer frente a una columna de fuego que envolvía en sus remolinos de llamas y humo a los árboles más altos en una extensión de casi una milla?

Arrostrando el peligro, nos pusimos a golpear con ramas verdes, según el estilo de los salvajes, las yerbas secas de más de tres pies de alto que se hallaban en el bosque incendiado y en nuestros campos y empezaban ya a arder; pero la destructora llama inclinada hacia nosotros por el viento fuerte que hacía, nos abrasaba la piel de la cara y de las manos y  nos quemaba el pelo, la barba y hasta los hábitos, nos hizo perder del todo las esperanzas de dominar y apagar el incendio con medios humanos. En tan crítica situación, pues en que mirábamos ya destruido todo nuestro bien y perdidas todas nuestras fatigas y sudores, recurrimos a la misericordia divina, interponiendo la intercesión de la Santísima Virgen, nuestra especial protectora. Cogimos con este objeto una hermosa y devota imagen de esta divina Señora, titular de nuestra capilla, y la llevamos al ángulo del campo más cercano al lugar del incendio, colocándola encima del mismo grano que iba a ser abrasado dentro de pocos minutos, y suplicándola con fe viva que se dignase volver hacia nosotros y hacia aquellos pobres salvajes, también hijos suyos, sus ojos misericordiosos. ¡Dios eterno! ¡Qué prodigio tan inesperado! ¡Qué favor tan particular! No bien hubimos colocado la santa imagen frente a las llamas, cuando cambiándose repentinamente el viento y empujando las llamas hacia la parte opuesta, en que todo no era más que un montón de ceniza, cesó de todo punto nuestro peligro……

…..En este caso el incendio fue intencionado. Pero durante los meses de verano, que en Australia son diciembre, enero y febrero, se producen incendios por combustión espontánea, que hacen desaparecer, pasto de las llamas, grandes extensiones de bosque y no dejan de constituir un peligro para los animales y personas.”

Aún puedo añadir otra cita en este apartado, aunque no conservo la referencia bibliográfica. En 1987 terminé mi participación en un proyecto de asistencia internacional en Sri Lanka (la antigua Ceilán), financiado por el Banco Mundial (WB) y la Agencia finlandesa de ayuda internacional (Finnida). En la habitación del hotel de Colombo, la capital de Sri Lanka, había un libro de espiritualidad budista, religión predominante en ese país. Era un libro similar a la Biblia de los Gedeones, que se suele encontrar en los hoteles americanos. Son libros para que el viajero lea algo antes de dormir. Allí encontré el siguiente relato/fábula sobre la colaboración entre varios con un fin común:

“Un papagayo vivía en la selva cerca de un bosque de bambúes en el que se cobijaban muchos animales. Un día, tras una tormenta con muchos rayos, los bambúes comenzaron a arder y los animales tuvieron que huir para no morir quemados. El papagayo pensó que él y los demás pájaros no tenían que huir de la misma manera, porque podían volar. Entonces los llamó y les dijo: Haced como yo, y voló hacia un lago próximo para coger agua con su gran pico. Los demás, aunque tenían picos más pequeños, cogieron también agua. Después todos volaron hacia el fuego y dejaron caer el agua que llevaban en el pico. Repitieron esto varias veces hasta que el fuego se apagó. Así se salvó el bosque de bambúes y los demás animales pudieron volver a refugiarse en él.” … Acababan de descubrir el ataque aéreo al incendio forestal.

Después de incluir esta cita ha aparecido una  novela, escrita como “ciencia ficción” por un piloto de los aviones anfibios Canadair, Manuel Belmonte de Gálvez, (es un seudónimo, en realidad son dos pilotos que la han escrito conjuntamente) en la que personajes del año 2150 investigan como se apagaban los incendios en el siglo XXI desde el aire. Los autores describen con todo realismo la formación de los pilotos en sus distintas fases, sus dificultades, sus frustraciones y sus éxitos. Se nota que no escriben por referencias, sino por haber vivido todo lo que relatan, lo que hace apasionante la lectura. Reproduzco un párrafo de los que dedican al personal de las brigadas, sumamente interesante porque revela que son conscientes de que la extinción es un trabajo en equipo, con funciones distintas según el medio de lucha:

“…..El mayor protagonista, la pieza básica indispensable, a la que nunca se podía renunciar, siempre fue la brigada de bomberos forestales; y, a la vez, paradójicamente, parecían ser los que pasaban más desapercibidos.

Quizá fuese porque hacían menos ruido que los aviones, tal vez porque las cámaras de los periodistas no se atrevían a seguirlos. Su arte consistía en deslizarse con sigilo entre jarales y llamas, con abnegada humildad, dispuestos no solo a escupir carbonilla durante dos días, sino a jugarse la vida con tal de salvar la del monte, como buenos soldados”.

Restauración

También podemos encontrar mensajes que propongan la restauración de lo quemado. No es extraño que lo presente una escritora de un país forestal, la sueca premio Nobel 1909 Selma Lagerlöf (1858-1940) en su libro El maravilloso viaje de Nils Holgersson (1909):

 “Sobre la ancha cima donde Gorgo  había dejado a Nils , registróse un incendio doce años antes. Los árboles carbonizados desaparecieron de allí. La cumbre aparecía pelada…Las raíces ennegrecidas asomando entre las piedras, testimoniaban que en otro tiempo hubo abundancia de árboles…A raíz del gran incendio la tierra había sufrido una prolongada y árida sequedad. No sólo se incendiaron los árboles, sino también los matorrales, el musgo,…y toda la vegetación. Al menor soplo de viento se formaban verdaderos torbellinos y la cima, castigada por los vientos mostraba su esquelética rocosidad. El agua de las lluvias también contribuía a llevarse la tierra…

Había quedado la montaña tan desnuda y calva que bien podía creerse que continuaría así hasta el fin del mundo. Pero he aquí que un día fueron convocados todos los niños de la parroquia….llevando cada uno un azadón o una pala y un cestito con provisiones….Tras ellos iban dos guardas forestales y un caballo que tiraba de una carreta cargada de planteles de pino y semilla de abeto….

Los guardas forestales les enseñaron cuanto había que hacer para plantar los pequeños pinos allí donde encontraran un poco de mantillo….Estas siembras producirían la vegetación de muchos años, haciendo resonar de nuevo en la montaña la vibración de los insectos, el canto de los mirlos, el juego de los urogallos, toda la animación de la vida….”

Conclusión

Esta breve e insólita confesión de algunos escritores, de los que aparecen en los libros de Literatura, más algunos de aventuras, nos muestra el incendio forestal en vivo, iniciado por personas concretas, con fama y prestigio en el mundo de la Cultura y nos confirma que el peligro de incendio está siempre latente. Otros nos hablan de causantes diversos. Cualquiera puede prender un monte y hacer daño. La PREVENCIÓN es, por ello, una actividad que no se acaba ni en el tiempo ni en el espacio y es responsabilidad de toda la sociedad en todos sus niveles. Y, por supuesto, también la RESTAURACIÓN de lo quemado.

 

Bibliografía

–Areses, R., Nuestros parques y jardines, Escuela Especial de Ingenieros de Montes, Madrid 1953

–Baudelaire, C., Pequeños poemas en prosa, Edicomunicación S.A., Colección Fontana, Barcelona 1995

–Belmonte de Gálvez, M., En pasada. De aviones, almas y llamas, Ed. Amazinante, Vigo 2018

–Bradbury, R., Las doradas manzanas del sol, Minotauro, Buenos Aires 1971

–Bryson, B., Una breve historia de casi todo, Barcelona 2017

–Camus, A., El primer hombre, Círculo de lectores, Barcelona 1997

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–Twain, M., Los inocentes en el país del oro, Novelas y Cuentos, Madrid 1965

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