Por Luis Gil – Catedrático UPM
Pocas afirmaciones hay en la vida incuestionables. La mayoría requiere de matices y aclaraciones, a la vez que no es raro que tengan diferente interpretación según la perspectiva desde la que se miren o, incluso, se distorsionen por las creencias, prejuicios o sentimientos de quien las defiende. Y si hay un ámbito donde esto se manifiesta de forma recurrente es en el de las Ciencias de la Naturaleza.
Un excelente ejemplo son los pinos españoles. Las afirmaciones sobre ellos en las últimas décadas tanto en el ámbito científico como en el divulgativo son de sobra conocidas. Que si han desplazado a la vegetación primigenia, que si son alóctonos, que si acidifican el suelo, que si dependiendo de dónde tienen carácter invasor, que si favorecen los incendios forestales, …. No creo que en ningún país de Europa se haya atacado de forma tan inmisericorde a un género del reino vegetal como a ellos, excepción hecha del eucalipto.
Recientemente (18 de noviembre de 2018), en un aparente intento por cerrar la cuestión, un artículo titulado Pinos, ¿nativos o exóticos? elaborado por conocidos científicos del CSIC-CREAF concluye que “la presencia de pinos autóctonos en nuestro país es indiscutible”.
El avance no es poco pues quienes firman son ecólogos de formación biológica, uno de los colectivos más beligerante con los pinos, aunque no el único dada su influencia en otras áreas de conocimiento. Han sido necesarios estudios históricos, culturales y paleobotánicos para que se acredite a los pinos su condición de autóctonos tal como afirma el texto aludido “si analizamos registros de polen en estratos antiguos de turberas, o el registro fósil, o los estudios de biogeografía, vemos que todo indica que han existido pinos en la Península desde hace millones de años, aunque no siempre podamos distinguir las especies concretas”.
Volver sobre un tema que creíamos cerrado en el mundo científico suponemos lo motiva la presencia en la “web” del nuevo Ministerio para la Transición Ecológica (Miteco) de una página dedicada al “Control y eliminación de especies vegetales invasoras de sistemas dunares” (Fig.1). Para nuestra sorpresa y frustración, en la relación de especies “exóticas invasoras” aparece una ficha dedicada a P. pinaster, P. halepensis y Pinus pinea, los pinos xerófilos más adaptados a los territorios degradados y esquilmados desde hace más de 2000 años. Aunque la ficha es de 2011 no ha sido hasta fechas recientes que se ha constatado su presencia.
Para muchos forestales desazona lo disparatado de tal catalogación, ya bien entrado el siglo XXI, y me remonta a mi etapa de estudiante de biológicas en la Universidad Complutense allá por los años 70. En sus aulas se me enseñó que la presencia de los pinares se debía a las repoblaciones de los ingenieros de montes durante la dictadura franquista, idea expresada y defendida por profesores destacados en disciplinas como la Botánica, la Geografía Física o la Fitosociología. En un contexto de alumno inmaduro y abierto a toda novedad acepté la idea como una verdad absoluta que no necesitaba ser demostrada dados el prestigio y la excelencia de quienes la emitían. Conforme completé mi formación en la Escuela de Montes de Madrid mi opinión fue cambiando gracias al magisterio del Profesor Juan Ruiz de la Torre quien, en 1993, diría: “contra ellos [los pinos] se monta una auténtica «caza de brujas», repitiendo una serie de argumentos gratuitos, elementales y no probados, a veces hasta basados en experiencias inadecuadas, por su falta de diseño científico”.
Mi experiencia de campo y el interés por profundizar en la historia de los usos antiguos de los recursos forestales me llevaron a los textos pioneros de la Botánica, como los tratados de Teofrasto, Plinio o Dioscórides que mostraban otras perspectivas por lo que empecé a cuestionar el axioma aceptado. En ellos proliferaban noticias relativas a los pinares y a su empleo en la minería antigua o en la construcción civil o naval –¿con qué si no se calafatearon nuestros barcos durante siglos?– También encontré referencias a pinos y pinares en relatos históricos que describían el paisaje, decorando capiteles románicos, o en las toponimias locales, campo novedoso y aclarador, como que Tiétar y Teide derivan del bereber con el significado de Pinar, o Lérez y Cerler incluyen la voz prerromana ler cuyo equivalente románico es Pinar. Pero fueron
definitivos los trabajos de los palinólogos los que permitieron desmontar la falacia de una Arcadia hispánica cubierta de bosques de Quercus maliciosamente destruidos por los ingenieros de montes con sus repoblaciones con pinos, obsesionados con “enresinar” y “maderizar” nuestros montes. De ahí que quiera reconocer a estos científicos, en particular al biólogo y palinólogo José Carrión, de la Universidad de Murcia, cuyos numerosos trabajos culminaron en una de las obras de referencia: Paleoflora y paleovegetación de la Península Ibérica e Islas Baleares, que coordina y publica en 2012. También a la historiadora y antracóloga Tina Badal, de la Universidad de Valencia, por sus estudios publicados en 1998, sobre las especies de pinos (P. nigra, P. halepensis y P. pinea) encontrados en la Cueva de Nerja (Málaga) y, en particular sobre el aprovechamiento nutritivo del piñonero que se hizo durante la prehistoria.
Más próximos y accesibles son los trabajos de Cavanilles (1795-97) para el Reino de Valencia, de Cipriano Costa (1864) para Cataluña, de Máximo Laguna (1883) Lázaro Ibiza (1896) para el conjunto español, Cuatrecasas (1928) para la Sierra de Mágina, o el del primer ecólogo español Huguet del Villar (1929) quienes describen los pinares como propios de nuestro paisaje, a los que aludían -con frecuencia- como residuales y degradados por la acción humana. No los debía conocer Salvador Rivas-Martínez quien, en 1964, publica su tesis doctoral Estudio de la Vegetación y Flora de las Sierras de Guadarrama y Gredos, en la que rechaza la presencia natural de la práctica totalidad de pinares. Sorprende que nadie rebatiera nada.
Sin ser discutido, analizado, ni contrastado, los pinares pasaron a ser negados por la fitosociología (a excepción de los de alta montaña y del pino canario en las islas de su nombre). A esta disciplina novedosa se la consideró base indiscutible de la ecología vegetal y fue asumida por el corporativismo de la comunidad universitaria. Bien es verdad que desde el colectivo forestal algunos ayudaron, conscientes o no, a ello. El ingeniero de montes Luis Ceballos, coautor de excelentes mapas de la vegetación forestal de Cádiz (1930) y Málaga (1933), situó en 1942 a los pinos en sus series sin que nunca llegaran a ser la última etapa de evolución de las masas forestales, destinada exclusivamente a las fagáceas ibéricas. En 1959, Ceballos las calificaba como especies “nobles” y al resto de las especies, y en particular a los pinos, de “plebeyas”. Culminación de la pinofobia vendría de la mano de otro destacado forestal, Ángel Ramos, quien en 1984 fabuló con el diálogo entre don Amador de los Robles y del Fresno con don Próspero Pino Foráneo; los nombres lo dicen todo. También colaboró en esta caza de brujas uno de sus discípulos al incluir en el RD 1302/1986, de Evaluación de Impacto Ambiental, además de las obligadas por la normativa europea, a las Primeras repoblaciones ¡cuando entrañen riesgos de graves transformaciones ecológicas negativas! en el Anexo I (los signos de admiración son míos), de obligado sometimiento a dicha evaluación, equiparándolas a las plantas de residuos radioactivos, las de extracción de amianto, la construcción de autopistas o la minería a cielo abierto. No estimó pertinente sin embargo incluir otras acciones objetivamente negativas como la desecación de humedales o la deforestación.
El ruido de la web del Miteco por su calificación a tres pinos mediterráneos como exóticas invasoras de sistemas dunares propició que, el 27 de septiembre de 2018, el Presidente de la Comisión de Transición Ecológica del Senado solicitara mi presencia ante dicha Comisión en la sesión del 4 de octubre de 2018, en la que expuse mis opiniones sobre los pinos en España y su historia. Lo cierto es que la presencia de senadores fue poco numerosa.
Las buenas intenciones del texto antes mencionado no sosiegan por cuanto los autores no cierran el debate. Así, aluden a que: “antiguamente, se plantaban árboles (reforestación) para restaurar áreas degradadas sin pensar mucho en su origen, ni teniendo en cuenta si la especie era o no autóctona ni si la variedad era local o no, y sin considerar si las densidades y estructura reflejaban las condiciones naturales y el hábitat para otras especies”. En síntesis, cuestiona las acciones que se acometieron en unas circunstancias sociales, económicas y ambientales que en nada se parecen a las de hoy en día, además de ignorar nuestra historia forestal. Hay mucha literatura al respecto, pero valga una frase recogida en las primeras relaciones de siembras y plantaciones verificadas en los montes públicos (de 1877 a 1893-94): “los ingenieros se han guiado en esta elección de especie, no solo por las buenas reglas de la selvicultura, sino también por lo que el buen sentido aconseja, reducido en la materia de que se trata a esta sencilla máxima: vale más siempre imitar que no enmendar a la Naturaleza”.
Tampoco atinan al enunciar: “Cuando más adelante se plantaron pinos autóctonos, algunas veces se hizo en zonas típicas de la especie, y otras en zonas donde la especie estaba ausente o en baja densidad”. En concreto, denuncian que allí donde no estaban o quedaban en baja densidad no deberían haberse introducido, volviendo a ignorar nuestra historia. Que los pinos frecuentaban nuestra geografía es información accesible, basta acudír a la ignorada Clasificación General de Montes Públicos de 1859 (reeditada en 1990), donde se estiman en 2.178.849 las hectáreas de pinares dispersas por todo el territorio ibérico; eso si, salpicados de rasos y calveros. Porque una cosa es cuánto llegó y otra en qué estado lo hizo. Salvando los requierimientos ecológicos de cada pino, era frecuente que allí donde no estaban era por que los habían erradicado. A qué si no la alusión a la presencia de los pinos en los registros de polen como demostración de su condición nativa. En gran número de estos diagramas se aprecia que el polen de los pinos falta en los estratos más modernos, a la vez que aumenta de forma exponencial el polen no arbóreo. Tampoco está de más recordar que los pinares, para las sociedades rurales de aquellos tiempos, eran árboles que valían más muertos que vivos, árboles con pies de barro, sin adaptaciones para superar la perturbación humana recurrente, ligada al fuego y a la acción de los ganados. Un ejemplo de extinción demostrado es la de Pinus uncinata en el Pinar de Lillo (León). Este rodal relicto de P. sylvestris solo sube hasta los 1650 m. Las formaciones arbustivas dominan las demás vertientes y llegan hasta la cima del llamado, ¡qué curioso!, el “Pico del Pinar”, a 2000 m de altitud.
La acción secular de fuego y ganado conllevó que llegaran con gran profusión al siglo XX las especies capaces de rebrotar y de turno corto, tanto Quercus como matorrales. Entre unas cosas y otras, a principios de los 80 del siglo pasado el 50% del territorio, el de los mejores suelos suponía la base de la agricultura más feraz. Incluso fuera de ellos, la agricultura marginal, la ganadería extensiva o el silvopastoralismo eran mejores alternativas económicas que los pinares. En un país que aboga por la biodiversidad los encinares monoespecíficos son las formaciones más extensas por eliminar a otros árboles. Sistemas fosilizados por deseo de sus propietarios de no acotar al ganado. La encina es el roble mediterráneo más productor de bellotas, sus leñas son las mejores para su transformación en carbón tras podas frutícolas, y sus masas abiertas proporcionen excelentes pastos.
Los pinos, como contrapartida a su incapacidad para rebrotar –por la escasa presencia de células vivas en sus fustes– quedarían relegados a los suelos más rústicos de nuestro territorio; entre ellos, los situados sobre pendientes, donde el rejuvenecimiento edáfico impide la progresión del suelo. No es casualidad que a estos terrenos les califiquemos en español como empinados. ¡Lástima que la RAE no incorpore la acepción de “vertientes cubiertas de pinos” a esta voz!
La condena definitiva a los pinares culminó con la Memoria del mapa de series de vegetación de España 1:400.000, obra de Rivas-Martínez de 1987, financiada ingenuamente por el ICONA, el organismo repoblador por excelencia. En ella se considera el empleo de los pinos en repoblaciones como ¡inadecuado o regresivo! desde el punto de vista biológico e, incluso, manifiesta como dudosa su viabilidad en gran número de localidades; entre ellas, la comarca segoviana de “Tierra de Pinares” caracterizada como tal por documentos medievales, la toponimia y la paleobotánica.
Volviendo al texto, al tratar de las diferencias entre las repoblaciones con fines protectores ante la erosión y el resto, se afirma que “…en otras ocasiones, sin embargo, se parecen más a cultivos [las plantaciones de pinos] para producción de madera. Una de las principales diferencias entre estos cultivos de madera y los demás cultivos es que los primeros son más propensos a propagar fuegos intensos, especialmente si están deficientemente gestionados”. Ante esta lectura muchas son las preguntas que se suscitan ¿acaso no arden los matorrales? y los encinares, quejigares o rebollares, ¿no se queman también en verano? o ¿qué culpa tienen los pinares de que nadie los gestione? Y otro tanto cabe decir del olvido de los autores de algo consustancial a los bosques, su multifuncionalidad. ¿O es que esos “cultivos de madera” no retienen y mejoran el suelo, evitando que los embalses se llenen de sedimentos y pierdan su función, fijan CO2, generan paisaje, producen setas, acogen a visitantes además de proporcionar ingresos a sus propietarios? ¿No es esto de lo que va también la sostenibilidad y la bioeconomía?
Los autores achacan el rechazo a los pinares a que “La sociedad actual convive con plantaciones y restauraciones realizadas con criterios del pasado, donde las percepciones ambientales y el conocimiento ecológico eran muy diferentes. Esta convivencia genera cierto conflicto social y está en el origen de muchos debates sobre la naturaleza nativa o no de los pinares” lo que evidencia un enfoque más que discutible de la realidad. Convive los fines de semana, y no todos, y su sensibilidad –dominada por la “escuela de Rivas-Martínez”– no va más allá de imágenes bucólicas artificialmente construidas y aprendidas en libros escolares poco rigurosos sobre unos bosques que hace siglos que desaparecieron de gran parte de España. Lo que es indiscutible es que nuestros conocimientos son mucho mayores que los de hace medio o un siglo.
Como ejemplo del conflicto acuden a los pinares sobre dunas. En esta ocasión “salvan” a los artífices de la repoblación, pero vuelven a evidenciar desconocimiento de nuestra historia: “La finalidad de estas plantaciones era bienintencionada: fijar las dunas, crear puestos de trabajo, y generar un ambiente forestal agradable. En aquella época, se valoraba más cualquier estructura arbolada densa, aunque fuese pobre en especies, que un matorral, por muy diverso en especies que fuera”. Quizás desconozcan los trabajos del botánico Reyes Prósper quien en 1915 afirmaba: “Un suelo que produce escasa ó ninguna riqueza […] puede decirse que no pertenece al patrimonio nacional, y en este caso se encuentran en España en sus estepas, y fuera de las mismas, 30 millones de hectáreas. Es decir, que nuestra Nación posee en realidad varias provincias menos de las que figuran en el mapa”. ¿Alguien se imagina que la mejor política social, económica o ambiental a mediados del siglo XX pasaba por ampliar la superficie de matorrales? Aún hoy, de los 27 millones de ha forestales en España cerca de 10 son no arboladas.
En su desmedida alabanza a los matorrales, los autores afirman: “…tras el incendio que afectó a los pinares de la zona de Doñana (julio 2017), se ha constatado una regeneración muy satisfactoria de muchas de las especies del mosaico de matorral y brezal que dominaron antes de las plantaciones, mientras que el pino prácticamente no se regenera. Si se facilita y potencia la regeneración de estos matorrales, que son muy diversos en especies, los incendios (inevitables) que ocurran en el futuro serán menos intensos (por la menor biomasa) y se regenerarán más rápidamente; por lo tanto, estas comunidades serían más sostenibles”. No parece acertado poner en plano de igualdad a unas especies (los matorrales) rebrotadoras y anemócoras y a otra (el pino piñonero) que es barócoro y zoócoro, no tiene piñas serótinas y no rebrota. Además, el pinar estaba tan denso que propició, en las condiciones de viento y humedad de aquellos días, que el incendio prosperara y se hiciera inmanejable.
Estamos de acuerdo en que no se justifica la plantación de pinos en cualquier sitio ni manera, también en una “planificación integrada del territorio”. Pero no con la forma en que concluyen al afirmar que “deberíamos poder decidir con criterios objetivos dónde son preferibles pinares lo más naturales posibles (por ejemplo, en áreas protegidas), dónde queremos plantaciones de pinos para la protección del suelo y la regulación hídrica, y dónde queremos plantaciones de pinos productivas y sostenibles” por cuanto establece unas categorías simplistas que menoscaban el multiobjetivo y la multifunción de la obra repobladora de los forestales.
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