En 1816 el invierno fue más severo que de costumbre y arruinó cosechas en todo el hemisferio norte. Las lluvias fueron dos o tres veces más abundantes y la nieve cayó en países próximos al ecuador. Estas anomalías climáticas se extendieron hasta junio, el mes que marca la llegada del verano en el hemisferio norte y que aquel año nunca llegó.
La escasez de alimentos provocó migraciones desde Europa, especialmente desde Alemania, a Estados Unidos, como han descubierto en la Universidad de Friburgo. Según el Journal Climate of the Past, entre un 20 y un 30% de las migraciones tienen detrás anomalías climáticas, como ocurre ahora.
Hoy sabemos la causa de tan atípica meteorología, aunque entonces nadie lo sospechó. Salvo el físico y meteorólogo estadounidense William Humphreys, que halló el motivo en un tratado de Benjamín Franklin, que además de inventor (pararrayos) investigaba temas muy dispares.

The Lake, Petworth: Sunset, Fighting Bucks / J. M. W. Turner
Nature Geoscience corrobora que, como apuntaba Franklin, las cenizas lanzadas a la atmósfera por un volcán, en este caso el Tambora (Indonesia, 1815), pueden desencadenar fenómenos como el año sin invierno de 1816. Del Tambora salieron tres veces más materiales que del famoso Krakatoa. Pero fueron los aerosoles de sulfato, los mismos que produce la actividad industrial, los que interceptaron la luz del sol, provocando la bajada de temperatura y sus consecuencias.
Anecdóticamente, esas cenizas ofrecieron magníficas puestas de sol, que recogieron pintores como Turner. El clima frío y húmedo chafó las vacaciones del grupo de amigos que cada verano reunía Lord Byron junto al Lago Ginebra. Mary y Percy Shelley, Byron y su excéntrico médico, John Polidori, pasaron los días contando historias de miedo alrededor de una chimenea. Así, Mary Shelley “dio vida” a Frankenstein, la primera novela de ciencia ficción. El Vampiro de Polidori nació también allí, inspirando después a Stoker su famoso Drácula. Sin duda, 1816 fue un año de miedo.