En Aragón, afrontamos un grave retraso histórico en materia de planificación, ordenación y certificación forestal. No son palabras mías, sino del actual Consejero de Desarrollo Rural y Sostenibilidad del Gobierno de Aragón, Joaquín Olona, en la sesión plenaria de las Cortes de Aragón de 6 de mayo de 2016. Hay un modo optimista de ver esta confesión, como el reconocimiento de un problema a resolver, pero también uno pesimista: no sólo la gestión forestal lleva décadas sumida en Aragón en la marginalidad casi absoluta en todos sus aspectos (menos uno, como luego detallaremos), sino que esa situación ha pasado a ser un tópico en el debate político, una idea que, a base de repetida, se ha transformado en una tradición que nadie parece dispuesto a cambiar. Este último punto de vista es tentador, porque los que componemos el sector forestal aragonés tenemos la sensación de vivir en un eterno retorno, de oír debates recurrentes y sin efecto práctico alguno, totalmente alejados de la triste realidad de nuestros montes.
Aragón presenta un problema básico de desvinculación con sus montes: éstos resultan totalmente ajenos a la vida cotidiana de la inmensa mayoría de los ciudadanos. La población aragonesa, tradicionalmente rural, es hoy muy mayoritariamente urbana, de lo cual el exponente más claro es que más de la mitad de los aragoneses viven en una sola ciudad, Zaragoza. La población urbana ve los montes principalmente como un paisaje, un lugar donde disfrutar su ocio, y no sólo ignora por completo los fundamentos más básicos de la gestión forestal, sino que no aprecia las potencialidades inmensas que nuestros montes ofrecen al desarrollo de nuestra región, en todos sus aspectos. Así, aunque es unánimemente aceptado que dos de los principales problemas demográficos de Aragón son el extremo envejecimiento y la baja densidad de la población rural, cuando se habla de ellos nadie parece recordar que las actuaciones forestales se basan en recursos propios de los pueblos, y son extraordinarias creadoras de mano de obra. Aún hay mucha gente que recuerda que el primer dinero contante y sonante que ganaron las clases humildes de no pocos pueblos pirenaicos fueron los jornales que ganaron trabajando en las repoblaciones que hizo el Patrimonio Forestal del Estado.
Los incendios forestales son el casi único aspecto de los montes al que se presta atención: bienintencionada, a veces desmesurada, y muy a menudo mal orientada, a causa de esa desvinculación que hemos señalado. Pero incluso para los incendios la clase política tiene a mano su frase hecha, que una vez pronunciada parece eximir por completo a quien la dice de tomar ninguna otra medida práctica para prevenir el problema. “Los incendios se apagan en invierno”, se dice, y a continuación se pasa a hablar de las cuadrillas contra incendios, en lugar de hablar de las inversiones y actuaciones para la mejora de los montes en todos sus aspectos, y a través de todos los agentes: de cuadrillas, claro, pero también de empresas privadas, de propietarios forestales, de la población local, de los Ayuntamientos, de todos. Esta miopía da como resultado que los incendios se van considerando cada vez más sólo como catástrofes, emergencias cíclicas para las que se disponen (o se prometen) recursos infinitamente superiores al resto de inversiones forestales, olvidando que los incendios son un fenómeno estrechísimamente ligado a la gestión forestal, o por mejor decir, a la falta de ésta.
No se trata de añorar el pasado, sino de no estar girando en el vacío en el presente. Es muy significativo que desde al menos 1999 se hable de aprobar un Plan Forestal de Aragón (ya van redactados tres borradores, al menos, en ese tiempo), sin que nunca se haya logrado. Para planificar un sector habrá primero que procurar que tenga un mínimo de actividad, y tener para él una idea clara de hacia dónde queremos que se dirija.
Habría, por tanto, que empezar por el principio: sentar una dinámica sostenida de actividad, que no pasa sólo (a lo mejor ni siquiera principalmente) por incrementar la inversión pública, sino sobre todo por orientarla mejor y por poner en acción a multitud de agentes que hoy están inactivos o casi. Por ejemplo, es asombroso que en toda España, y también en Aragón, haya decenas de miles de hectáreas de montes en el abandono más absoluto porque, sencillamente, no se sabe ni quién es su propietario, o de saberse, no se sabe cómo aprovechar los recursos. En ese sentido, serían muy efectivas medidas tan sencillas y tan baratas como promover la recuperación de las comunidades propietarias de montes en indivisión (los llamados “montes de socios”), o potenciar el sector de los productos forestales alimentarios (setas, trufas, carne de caza, frutos silvestres) facilitando la transparencia, la calidad y la trazabilidad de dicho sector. Y sin embargo, no se va en esa dirección: cuando en 2016 el Gobierno de Aragón tramitó un proyecto de ley de venta directa de productos agroalimentarios, expresamente optó por dejar fuera todo el sector forestal, a pesar de que el Colegio de Ingenieros de Montes alegó contra dicha exclusión. Mientras no aprovechemos todas las ocasiones para dignificar, profesionalizar y potenciar el sector forestal, no sirve de demasiado pensar Planes Forestales.
Para dicha tarea, básica y a la vez urgente, de crear una estructura y establecer unas bases de futuro para el sector forestal aragonés, la sociedad cuenta (aunque a menudo también lo ignore) con una profesión con casi 170 años de historia, la Ingeniería de Montes, que está deseando contribuir, tanto individualmente como a través de su Colegio profesional, a dar una adecuada respuesta a retos tan grandes, tan olvidados y por eso mismo tan ilusionantes. Propuestas y ganas de trabajar no nos faltan. Vamos a ello.